9.07.2007

Mi Precioso Jardín.



Al sentarme en el pasto crecido, desaparezco en la maleza, me hundo en una trinchera blindada de polen y por fin soy invisible para diagnosticarme desde el vacío.

La extinción de los Krepp.



Silvia está enferma y los doctores no saben a qué se debe tanto dolor. La Gorda dice que le duele la sangre al rozar las paredes de las venas y que sus pechos se encogerán hasta el tamaño del puño de un niño de dos meses. Tanta precisión en el diagnóstico no es rara en la Gorda, son demasiados años a cargo de la enorme cocina y tantos vapores diferentes han terminado por deschabetarla del todo. Eso creo yo.
El último mes he visitado a Silvia a diario, no está postrada, es mucho peor que eso, no se si es por padecer tanto pero la he visto deambular errante por los pasillos del segundo piso, a penas viste ropa interior, huele muy mal y aprieta una esponja seca contra su pecho, más que lavar parece querer absorber algo desde allí.
Sin sacar el seguro del picaporte, la Gorda pregunta quién es, tiene la voz tan aguda como el sonido de una tetera nueva, muchos sin verla pensarían que se trata de una niña de escasos cuatro años. Digo mi nombre completo; Jesús Santiago Fierro, ceden las bisagras de bronce de la puerta y veo la cara compacta de la Gorda, no hay gestos ni saludos, ya es suficiente con permitirme la entrada, su cuerpo enano en cada hueso y músculo se esfuerza en arrastrar los pies hasta el borde de la escalera de roble americano.
“Voy a preparar algo de té” es su forma de decirme que debo subir solo. A medio camino escucho gemir levemente a Silvia, me detengo en el descanso frente a la enorme foto familiar de los Krepp. Una familia imponente y conquistadora, cada uno adoptando naturalmente una postura desafiante, un misil de historia que me cuesta mirar. Otro gemido que coincide con el crujir de mi pie sobre el siguiente peldaño y veo a Silvia cuando tenía siete años, crucificada en la pared, en una muy poco feliz imagen blanco y negro de nuestra ajusticiada infancia en común. Al llegar al balcón interior veo su sombra inmóvil a través del dintel de la puerta, pienso en una mala película de terror, una tan mala que me asusta de verdad. Es el momento de correr lejos. En cambio, me saco el abrigo, lo dejo sobre la cama, la miro a los ojos y ella me dedica su única sonrisa semanal.

8.30.2007

Salmo 237



En la máquina 237, la que baja por Fleming, estaba su maquillaje barato serigrafiado en el vidrio, atestiguando el sudario de una mujer que se quedó dormida en el recorrido de las cinco de la mañana para llegar a las ocho, a lavar los pies de hijos que no son suyos. Los propios, están encerrados con llave, con un brasero encendido. Afuera, vuelan en círculos, negros periodistas emplumados. Huele a crucifixión.
(Repítase un par de veces en cada noticiario).

7.25.2007

El último tirón.


A sus tres años, se dejaba llevar completamente distraída. Estaba absorta estudiando los pastitos y los túneles de araña entre las junturas de los ladrillos. Cada tres pasos la remecía un tirón de apuro, sus pies doblaban la marcha y de inmediato retomaban su ritmo contemplativo. Llegaron al semáforo, otro tirón, uno más violento para alcanzar a pasar con mono verde y quedó libre. Una micro amarilla se llevó a la nana para siempre. Los curiosos devoraban la lejana imagen de la mujer deshuesada mientras ella miraba las carreteras incandescentes de los caracoles en el ventanal de la casa esquina.

Pero cómo las mató.
















Juan Rivas Rivas
Todavía siguen vivas
Todavía ondulan y golpean
Apenas sangran
Y los vidrios vacíos
De sus ojos
Aletean

Juan Rivas Rivas
Tiene agallas en las manos
Agallas que martillan el aire

Mientras canta ellas lo miran
Casi muertas, casi vivas
Ideal
Las merluzas de Rivas
Las más frescas
Boquean
Sangran
Salivan
Aletean