8.11.2006

Sí, acepto


Acaba de tener una de esas discusiones con su mujer. Se sienta en un sillón y observa cómo el pez respira sobre la mesita del living moviendo la boca en su globo de agua. Es claro que para él, su globo de agua es el aire y el aire del living es el agua. Suponiendo que fuera así de simple; amor y odio estarían divorciados para siempre, y para siempre abrazados en la misma habitación.

8.10.2006

Casi un abuso.


Es una mano grande como un guante de jardín, apenas a algunos centímetros de un tibio pijama de algodón estampado con siluetas de autos de carrera. Pasea por encima, la palma suda sin gotear. Hay una boca entreabierta, una lengua entremedio de unos dientes y una barba de tres días clavada entre los poros de la tela de una almohada. Es la otra mano, distinta, más independiente. Baja por el respaldo, rodea por el lado contrario de la primera. Una emboscada, cosa de segundos, el aire del silencio es delicado, sólo hace falta una pequeña distracción, un ladrido fuerte, un golpe del zorzal que se mira en la ventana, un cartero exigiendo su aguinaldo. Es el timbre, es una pizza caliente con la dirección equivocada y detrás, por fin, la extraordinaria nana con la bolsa del pan.


PD: En honor post mortem a la versión anterior.

Demasiada estática


Atento, tenemos una mujer desolada llorando en una cafetería de hospital.
Su pecho compulsivo, recorta histérico sobre el blanco omo natural radiante de doctores y enfermeras habituadas a las pataletas de los vivos en ausencia de otros ya no tanto. Ellos comentan, susurran, mastican pan de molde. Hablan de ella y se interrumpen porque el queso no está bien derretido. Ella los ve y lo sabe, y estrella un plato con postre de pera y canela en las baldosas grises. No le importa, no tiene control, se mearía de pena si pudiera. Trata y se acuerda del mudador celeste, del ábaco de madera, del gato con botas, de cada punto a crochet de las cortinas, del tendedero con los piluchos talla uno.
Tenemos una emergencia sanitaria en el sector cafetería, necesitamos algo más que un balde y un trapero.

Amo ese monstruo


Nació con leche en sus pequeños pezones, un enorme diente definitivo, pelo negro en la espalda y uñas largas como garras de pantera. El siglo veinte y la piedad de la ciencia lo salvaron de la hoguera. De no ser por una oportuna cesárea, sus cinco kilos habrían dividido de seguro a su madre. En adelante, salvo ella, todos se rieron de él, de sus pelos hirsutos, de los dientes salpicados en su boca, de su simpatía imbécil por querer encajar en algún lado, de los pliegues en sus manos, de sus modos torpes, de su risa que mostraba las encías, de su tetilla crecida, de la perfecta desproporción de su cuerpo, de la forma de masticar el sándwich, de su postura al sentarse, de sus zapatos de adulto, de su mochila verde, de sus lápices baratos, de su pañuelo lleno de mocos, de su pie de atleta.
Hasta que un nuevo compañero llegó a la clase y, como todos los anteriores, vio sin esfuerzo el blanco fácil y arremetió; “Qué raro que camines en dos pies”. Fue cuando el monstruo bueno dejó caer los lápices de cera, empezó a lamer su dibujo de un niño normal a medio colorear y respondió serenamente, con la lengua naranja y violeta; “La próxima vez que mires bajo tu cama puedo estar yo, desnudo y hambriento”.