8.25.2014

Noche de chicas.

Desde que Francisca se había ido estudiar fuera del país no había tenido noticias de sus amigas del alma durante catorce años. Ni llamadas ni saludos de cumpleaños. Nada. De vuelta en el aeropuerto, la misma nada también la estaba esperando. Tomó un taxi y habló de todos sus temas con el taxista como si fuera un entrañable. Cargó su guagua de nueve meses, la puso en el coche y abrió las puertas de su nuevo departamento arrendado desde el extranjero. No era lo que esperaba. La guagua lloraba. Eran las cuatro de la mañana. La cama que compró estaba envuelta en una gran caja de cartón con una llave Allen pegada con cinta adhesiva a las instrucciones. Preparó una mamadera y durmió junto al coche, la alfombra y la frazada no tenían esa textura de las sábanas recién lavadas que nunca le faltaron. Había estudiado todo menos una forma de enfrentar sentirse miserable. Al menos tenía un buen trabajo y a su guagua sana, que era solo de ella, que no tendría que compartir con ningún hombre mezquino y egocéntrico como los que conoció en la universidad. Al día siguiente dejó a su guagua en una sala cuna, la mejor que sus ahorros podían pagar. Se sacó leche y la depositó en las manos de la cuidadora con una resignada sensación de abandono. Sentada ya en su puesto de trabajo entendió, a poco andar, que lo suyo no era más que un reemplazo. Otra vez había sido engañada y tendría que morderse los labios un par de meses hasta encontrar algo mejor. Pasados dos meses cayó en cuenta que sus contactos se habían esfumado. Evadían sus llamadas o contestaban fríamente como si estuvieran hablando con una plaga de langostas. Cuando ya todo parecía perdido, en su buzón de entrada, leyó un mail de sus amigas del alma. Cómo no nos dijiste que habías vuelto, reclamaban casi ofendidas y aunque fuera martes la obligaron a comprometerse a salir juntas esa misma noche. No te preocupes, dejas la guagua con mi mamá que está sola y le encantan los niños, no será tan terrible. Salieron y se emborracharon como en aquellos días. Recordaron las conquistas, los momentos de triunfo, las escapadas a la playa y volvieron a bailar todas juntas, abrazadas al centro de la pista. Despertó junto a su guagua en la cama de la pieza de alojados de la casa de la madre de su amiga. Estaba sola y de alguna forma le pareció que ese lugar extraño era incluso más acogedor que el propio. Se vistió rápidamente, tomó el bolso de la guagua y salió de la habitación a la calle con la sensación de la mujer infiel. El sol de la mañana le calaba la frente, las ruedas del coche se atoraron en la humedad de un pasto demasiado regado. Un perro negro de raza indeterminada olía los arboles al otro lado de la vereda. Se detuvo a mirarlas levantando una de sus patas delanteras y luego siguió su camino de olores. No le quedaba plata en la cartera y tuvo que caminar más de diecinueve cuadras a su casa empujando el coche. Llegó, tomó lo necesario, volvió al aeropuerto sin pasaje. Al bajarse en Toronto, la familia que la acogió mientras estudiaba la estaba esperando. Volviste le dijeron. Sí, volví.

La herida.

A los 12 años Amelia salió a pedalear con unos amigos. La rueda delantera de su bicicleta se enredó en unas ligustrinas mal podadas por un vecino. Cayó al suelo, levantó al cabeza, aterrizó con los codos y las rodillas, volvió a casa caminado al lado de la bicicleta. Su madre le dio té, pan con palta y curó sus heridas con algodones y agua de Alibour. Al cabo de una semana sus raspones estaban cubiertos de una costra negra. Menos la del codo derecho, que aún seguía roja y sangraba de cuando en cuando. Al cabo de un mes sólo quedaban algunas manchas sobre la piel delicada y nueva en proceso de regeneración. La del codo derecho, sin embargo, sangraba más que antes y se hacía más profunda cada día que pasaba. La bicicleta había desaparecido del garaje. El doctor dijo que realmente le extrañaba. Le practicaron exámenes y cultivos de piel con anestesia local. La herida no estaba infectada, estaba roja y sana. Era, en palabras de la enfermera, una yaga perfectamente sana que simplemente, en vez de retroceder, avanzaba. Tres meses después Amelia había perdido toda la piel que rodea la articulación del codo y la herida ahora abierta y sangrante avanzaba hacia su antebrazo y su hombro. Se acostó a dormir, su madre le contó el mismo cuento que había escuchado desde niña. Cerró los ojos y se soñó en un charco de sangre bajo un auto mirando el timbre en el manubrio fucsia de su bicicleta. Despertó feliz porque la herida ya no estaba. Su madre le siguió contando el mismo cuento cada noche. Tuvo la la sensación que sus palabras eran ahora para otra persona.

8.20.2014

Yo quiero.

Él quería que todos fueran invencibles, que las familias fueran invencibles, que su abuelo muerto fuera invencible donde quiera que estuviese, que su casa agrietada por el terremoto también lo fuera. Que los pasos arrastrados de su madre depresiva fueran levantados por una fuerza invencible, que su padre fuera invencible en el lugar desconocido en que habitara, con su rostro desconocido e invencible. Que el árbol que crece sobre la tumba del perro que duró apenas unos meses y murió de Distemper también tuviera brotes invencibles. Que el negocio donde compraba guagüitas de sustancia hubiera sido invencible al supermercado donde nadie lo conoce y lo saluda. Eso respondió cuando su madre le preguntó, como por obligación, mientras daba una chupada a su cigarro empapado de rouge y miraba por la ventana. Voy a ser invencible.

8.19.2014

El hombre sin suerte.

Al hombre sin suerte le pasa de todo menos morir. Porque a estas alturas eso también sería una suerte. Paralizado en una pieza de hospital es rodeado por aparatos que lo mantienen respirando. Te salvaste le dice el doctor. Sólo para volver a caer, piensa él. Un mes después da tímidos pasos, mira a ambos lados de la calle, cambia una mirada con una mujer que rápidamente pierde interés. Cruza la calle como si estuviera caminando sobre un tejado antiguo. Piensa mil nuevas formas de suicidarse, pero el valor de hacerlo tampoco es una de sus suertes. Hace demasiados años que dejó de jugar, de correr y de respirar el humo de alguna fogata. Prende un cigarro y aleja el cáncer. Toma una copa y se emborracha pero no olvida. El hombre sin suerte nació al revés, sus pies vieron la luz mientras por sus narices entraban las entrañas de su madre muerta. Desde entonces vivió soñándose como asesino inocente de ella. Dobló la esquina, en el suelo había un billete de veinte y no fue capaz de recogerlo.

Desalojo

A veces ronda la casa mirándola desde diferentes ángulos. Repasa los rincones, las imperfecciones de las junturas, las estelas de la enredadera que se secó, como venas muertas en los muros que rodean la ventana de su pieza. El limonero está nevado de esa peste negra que él solía limpiar con un paño, hoja por hoja. En el candado oxidado de la bodega a penas se lee Odis. Sus herramientas siguen presas ahí. Todos los años el mismo pájaro negro anida en el entre techo, recuerda haberlo oído caminar hacia sus crías chillando de hambre. Golpea repetidamente la carta sin abrir del banco en la palma de su mano, deja la reja de entrada entreabierta y camina por la vereda que cuando niño también pensaba que era suya.