8.25.2014

La herida.

A los 12 años Amelia salió a pedalear con unos amigos. La rueda delantera de su bicicleta se enredó en unas ligustrinas mal podadas por un vecino. Cayó al suelo, levantó al cabeza, aterrizó con los codos y las rodillas, volvió a casa caminado al lado de la bicicleta. Su madre le dio té, pan con palta y curó sus heridas con algodones y agua de Alibour. Al cabo de una semana sus raspones estaban cubiertos de una costra negra. Menos la del codo derecho, que aún seguía roja y sangraba de cuando en cuando. Al cabo de un mes sólo quedaban algunas manchas sobre la piel delicada y nueva en proceso de regeneración. La del codo derecho, sin embargo, sangraba más que antes y se hacía más profunda cada día que pasaba. La bicicleta había desaparecido del garaje. El doctor dijo que realmente le extrañaba. Le practicaron exámenes y cultivos de piel con anestesia local. La herida no estaba infectada, estaba roja y sana. Era, en palabras de la enfermera, una yaga perfectamente sana que simplemente, en vez de retroceder, avanzaba. Tres meses después Amelia había perdido toda la piel que rodea la articulación del codo y la herida ahora abierta y sangrante avanzaba hacia su antebrazo y su hombro. Se acostó a dormir, su madre le contó el mismo cuento que había escuchado desde niña. Cerró los ojos y se soñó en un charco de sangre bajo un auto mirando el timbre en el manubrio fucsia de su bicicleta. Despertó feliz porque la herida ya no estaba. Su madre le siguió contando el mismo cuento cada noche. Tuvo la la sensación que sus palabras eran ahora para otra persona.

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